«Preparó lumbre, trévedes, dos cántaros de agua, espuerta de tierra, pedazos de hierro, lodo, trapos de lienzo, clavos viejos, limaduras de cobre, licores de diferentes vasijas y otras de magnitud desocupadas, plumas de paloma, escobilla de cerda y azafate de mimbre. Mezclados los caldos sobre lápidas y plomos, rompió cierto hechor con espumas doradas, y las materias iban perdiendo sus colores naturales» (59)
Los resultados fueron tan perfectos para los presentes que, sorprendidos, afirmaron: «a no haberlas visto recién salidas de sus manos, no penetrarían diferencia alguna» entre las piezas modernas y las que tenían siglos de antigüedad.
La vehemencia con que defendían sus creaciones los falsificadores barrocos, nos induce a ir con tacto para enjuiciar las piezas que no encajan en un contexto cronológico; como es el caso de las barras pintadas en el sepulcro de Cap de Estopa. Su ejecución bien pudiera haberse realizado en la década siguiente a la guerra de Sucesión.
Los soldados de Felipe V, igual que sus enemigos austriacos, consideraban el saqueo como una compensación natural a los inconvenientes que sufrían. El estado de las fuerzas era lamentable en la mayoría de los tercios; hambrientos, con ropas destrozadas y empobrecidos por la irregularidad de las pagas (60). En consecuencia, era inevitable el sistemático robo de cualquier lugar sospechoso de contener algún objeto de valor, como las nimbas de personajes importantes. Nada más lógico que intentaran saquear la sepultura de «Cap d’Estopa», situada en lugar accesible.
Bien pudo suceder que el mercedario Fray Manuel Mariano, al visitar la catedral de Gerona al poco tiempo de la guerra (1714) -el libro fue publicado en 1725- se encontrara todavía con las huellas del ejército vencedor (los textos y grabados recuerdan que las tumbas quedaban abiertas, las lápidas rotas, las pinturas murales ennegrecidas, etc.). Quizá el fraile, que era cronista y acérrimo defensor de la catalanidad de las barras, ordenó pintar este símbolo en el muro sepulcral del conde; aunque bien pudo ser obra posterior a la invasión francesa del siglo XIX.
Es obvio que si cuatro o cinco documentos contradicen a miles, sólo puede deberse a dos causas: errores o falsificaciones. Los hábiles calígrafos medievales eran capaces de imitar y alterar todo tipo de documento, ya fueran actas reales o pontificales; nada escapaba a su virtuosismo. Recientemente, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas publicó un libro de historia en que se advertía:
«Las fuentes principales para la época medieval son, sin duda, los documentos pontificios, reales y episcopales. Conviene advertir, sin embargo, que muchos de los documentos están falsificados (…). Fue el momento álgido de falsificación de documentos, de la que no se vieron libres los mismos documentos pontificios» (61)
Por tanto, si algún documento del siglo XV, teóricamente auténtico, es contrario al contenido de todos los demás en el tema, no hay duda que es adulterado. Essta regla permitió descubrir al astuto Joan Gaspar y Jalpi y su «Libre de fets de armes de Catalunya», escrito con la finalidad de hacerlo pasar como obra del siglo XV; propósito logrado hasta fechas cercanas y que permitió a los heraldistas catalanes, al ser incluida la leyenda de Wifredo, reivindicar las barras.
El avispado falsificador, que declaró haberlo hallado en un rincón de la notaría de Blanes, había añadido glosas marginales con diferente grafía para aumentar el aspecto arcaizante del manuscrito; experiencia no le faltaba, pues, en 1688 había inventado otra falsa crónica. Roig y Jalpi, igual que los religiosos granadinos, defendía agriamente sus creaciones, e incluso atacaba a otros historiadores por su escaso rigor, como en la «Impugnación del tratado de Josef Costa sobre San Filoto y otros diez y seis santos de Barcelona».
(59) Id., p. 106.
(60) Camón Aznar, José: La situación militar de Aragón en el siglo XVII; separata de Cuadernos de Historia «Jerónimo Zurita», pp. 8 y 9.
(61) Diccionario de Historia Eclesiástica. Ed. CSIC Madrid 1972, p. 2687
-73-