octubre 22, 2024

TRATADO DE LA REAL SEÑERA – pag 38

«significado por la cruz svástica y el mito solar de Hércules, que debió dar a los iberos unas preferencias por el color rojo del astro rey».

Los lirismos propios de los años áureos del nacionalsocialismo, con las victoriosas tropas alemanas en Hendaya, incluían alabanzas a la «svástica aria», los «rojos toros de Gerión y la sangre roja del dragó milenario». Posiblemente, no generaría mucha ilusión a los falangistas esta apología del rojo; pero el libro recoge interesantes datos sobre las franjas purpúreas de los antiguos romanos que, aunque no las relaciona con la Iglesia, conviene reproducirlas:

«Tulo Hostilio, después que venció a los toscanos o estrucos, adoptó el laticlavo u orla roja (Plinio IX, 39). Asimismo usaron los magistrados romanos los vestidos, copiándolos del pueblo toscano (Tito Livio XVII. Floro.l.5.Salustio: Catón,5l : Dión Casio III.63. Estrabón lib.5.). Usaron, como distintivo, la túnica laticlavia los senadores romanos y los caballeros u orden ecuestre, distinguiéndose aquellos de estos, en que la franja de púrpura que, a manera de cinta, en el borde exterior de las túnicas, l1evahan unos y otros, era más ancha la de los senadores que la de los caballeros; y e! emperador Augusto amplió el uso del latoclavo, a los hijos de los senadores al tomar el traje viril» (66)

Resumiendo: aunque existen discrepancias cronológicas entre autores, es evidente el valor emblemático de nobleza que tenía la franja roja y el «conopeum». Estos símbolos de antiguos poderes imperiales fueron asimilados por la naciente estructura de la pujante Iglesia, como sugieren las fuentes paleocristianas y bizantinas. En cl comienzo del segundo milenio, las armas eclesiásticas generarán, a su vez, otras heráldicas de estados europeos.

El rompecabezas heráldico de la Corona de Aragón

De todos es sabido el litigio sobre la primera propiedad de las barras en nuestra península; por un lado está Aragón, y enfrentada a él, Cataluña. Como en toda pugna que desborda límites históricos y culturales, se han utilizado argumentos dudosos: leyendas tomadas como relatos históricos, documentación tardía como si fuera contemporánea; y, como veremos, alteraciones ciertamente punibles.

Está generalizada la creencia de que las barras fueron marcas dejadas por los dedos ensangrentados de un emperador carolingio sobre el escudo de Wifredo el Velloso; historia que ilustres heraldistas desde el siglo XVIII coincidieron en calificar de bella, pero falsa. En 1642, D. José de Pellicer ya arremetió contra semejante relato; asimismo, el valenciano Beuter mencionaba al emperador Ludovico Pio (814-840) en lugar de Carlos el Calvo; en el «Libre de feyts d’armes de Catalunya» (ed. del año 1934) narrado por el catalán Bernat Boades incluía el episodio, siendo Carlos el Calvo el donante; pero resulta que:

«… el repetido libro atribuido a Boades, que ha pasado mucho tiempo como auténtico, es, como se ha demostrado recientemente, una falsificación perptrada entre l673 y 1675, por el rnencionado Roig y Jolpi, persona avezada a este linaje de supercherías» (67)

Otra prueba contundente sobre lo tardío de esta leyenda, y que evidencia su nacimiento posterior al , siglo XIV, es el prólogo a los sermones de San Bernardo -dedicado al Infante que fue luego el rey Martín el Humano-, y que redactó fray Juan de Monzón. Allí se decía que:

«…barras son las de la cruz de Cristo que los reyes de Aragón tomaron como divisa para poder decir, como San Pablo, que llevaban en su cuerpo la señal de los maderos de aquella cruz» (68)

Esta afirmación no se hubiera hecho de ser conocida y admitida la leyenda de los «dedos sangrientos». En los primeros siglos de la heráldica siempre se atribuye la propiedad de las barras a los reyes de Aragón, salvo algún dudoso documento. No obstante, la creencia en la fábula de Wifredo el Velloso fue afianzándose en los escritos manieristas y barrocos. Veamos un razonamiento ya tardío, en l756:

«..Francisco Xavier de Garma quiere que las


 (66) Puelles, Antonio María de: Símbolos nacionales de España. Cádiz, 1941, p. 21

(67) Almela y Vives, Francisco: El escudo de Valencia. Valencia, 1956, p. 20

(68) Ibídem, p. 22


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