ser conde de Barcelona como cualquiera de los últimos Berenguers, que rey en el mundo como Carlos V»; o, también, «saltaron al mar (los catalanes) para ir a dictar leyes a Atenas». Entre tanta modestia se repite la leyenda de Wifredo, aunque tratándola como hecho verídico:
«Desde Wifredo que alcanzó la independencia de Cataluña con su espada, la libró del feudo con su valor y la conquistó un blasón con su sangre» (73)
Pero a Víctor Balaguer no le satisfizo esta historia y, con la creatividad que ha caracterizado su escuela, se inventó otra que aumentaría la longevidad de las barras en poder de los catalanes. La acción es situada en el año 737, con el decorado siguiente:
«En el fondo de grutas inaccesibles, en el corazón de las montañas, allí donde rugen los leones y en las mismas cimas donde anidan las águilas, apareció un hombre…¿Quién era ese hombre que se atrevió a lazar un pendón y a tremolar un estandarte?..,era Otgero Catalón, es decir, el Hércules, el Cid de Cataluña» (74)
Por si acaso algún investigador hubiera despertado su curiosidad hacia tan singular personaje, y tratara de seguir su pista en legajos; Don Víctor, prudentemente, recomienda:
«No nos fatiguemos, señores, procurando saber quien era ese hombre, ni nos cansemos en hojear antiguas y empolvadas crónicas para rastrear su origen y procedencia»
Actitud realmente original, y que da resultados; pues, más adelante, nos descubrirá lo que «le aventuró a manifestar un cronista» anónimo:
«…dice que Otjero quiso que todo el campo siguiese una bandera, y que por lo mismo mandó hacer con bandas coloradas y amarillas»(75)
No obstante, cuando se apoya en documentos ofrece datos significativos; como la constante relación entre la monarquía aragonesa y el Papado:
«El Papa había nombrado a D. Jaime confalonero y capitán general de la Iglesia (…) pasando primero a Roma a recibir el estandarte de la Iglesia (1298) de manos del Papa» (76)
Asimismo, encontramos una investigación sobre las barras, efectuada en la primera mitad del siglo XIX por el historiador catalán Sans y Barutell, que rompe los tradicionales conceptos simplistas. Aunque sus conclusiones finales fueron parciales y defensoras de la catalanidad del símbolo, no deja de ser revelador algún párrafo; por ejemplo, el dedicado a la leyenda de Wifredo:
«… llevados asimismo varios autores catalanes de tan singular y universal manía forjaron cierta historieta (sic.) para dar un principio glorioso a los mencionados palos» (77)
Barutell censura a los historiadores que «faltos por lo común de crítica, se citaban, se copiaban, salían unos garantes de las relaciones de los otros, y al cabo, por el testimonio uniforme de muchos, un suceso, hallado quizá en un solo manuscrito anónimo, y publicado después por autores, no digo coetáneos; sino muchos siglos distantes de la época en que se aseguraba acaecido, subía a tan alto grado la autoridad, que el impugnarle se habría tenido por efecto de furor o de demencia». (78)
En la apasionada crítica no se libran, y con razón, los cronistas valencianos que vivieron en el siglo XVI:
«Diago, que tuvo la docilidad de dar crédito a esta patraña, para dar un principio glorioso a los palos (…) Beuter, con sus secuaces (sic), refiere el hecho»(79)
(73) Balaguer, Víctor: Bellezas de Calaluña. Barcelona, 1853, p. 4.
(74) Ibíd., p. 93. La leyenda de Otger Cataló aparece ya en «Commentaria super usaticis Barchinone» (año l448); aunque a finales del siglo XVI hubo autores catalanes, como Pere Miquel Carbonell, que denunciaron su irrealidad.
(75) Ibíd., p. 95
(76) Id., p. 324
(77) Sans y Barutell, Juan : Memoria sobre el incierto origen de las barras de Aragón. Memorias de la R.A. de la Historia. T. VII. Madrid, 1832, p.205
(78) Ibídem, p. 203
(79) Id., p. 208
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